De las políticas del riesgo a las políticas de la incertidumbre. La nueva percepción y gestión de la seguridad

Àngel Castiñeira Fernández

La naturaleza de los nuevos cambios. De la sociedad del riesgo a la sociedad disruptiva

En mi opinión, la década actual viene determinada principalmente por cuatro dimensiones de naturaleza disruptiva. Estas dimensiones son la economía, la tecnología, la geopolítica y el medio ambiente. Podríamos hablar también, por extensión, de la disrupción social y de la antropológica. Aquí no las menciono directamente porque estas dos disrupciones –seguramente las más importantes– son, en buena medida, un efecto/consecuencia de las otras cuatro, a las cuales atribuyo relaciones de causalidad, aunque determinados factores, como el demográfico, pueden tener también una categoría causal.

Para entender bien la naturaleza de los nuevos cambios, es preciso diferenciar entre las nociones de riesgo y disrupción.

La noción de riesgo nos advierte de la proximidad o contingencia de un posible daño. El estudio del riesgo evalúa la naturaleza de las amenazas o de los factores de riesgo, sus posibles efectos y la medida del grado de posibilidad de afectación y vulnerabilidad por parte de sujetos o entidades. Tiene sentido hablar de la “medida” del riesgo, porque se presupone la creación de una función que, una vez fijada una vulnerabilidad, es capaz de calcular el valor esperado de un cierto tipo de daños o perjuicios. La lógica del riesgo nos es muy útil, porque nos permite desarrollar ex ante estrategias para reducir su probabilidad de ocurrencia (grado de peligro) o para mitigar sus efectos (grado de vulnerabilidad).

En cambio, la disrupción, en sentido amplio, hace referencia a un cambio radical, drástico, brusco, profundo o traumático, capaz de producir una ruptura imprevista, inesperada, no convencional y acelerada de un entorno o de una situación determinados, que altera el orden y el ritmo de los acontecimientos y establece un estadio nuevo y diferente que convierte en obsoleto el anterior, y que puede conllevar riesgos, pero también oportunidades. Es decir, puede incluir una dimensión destructiva –o, a veces también creadora–, en que el factor disruptivo lo identificamos ex post, una vez ha sucedido.

Cuando Ulrick Beck caracterizó (1986) la sociedad moderna como una “sociedad de riesgo”, en cierto modo ya anticipaba esta imposibilidad de domesticar el riesgo. Para Beck, la sociedad del riesgo era aquella “fase de desarrollo de la sociedad moderna en que los riesgos sociales, políticos, económicos e industriales tienden cada vez más a escapar de las instituciones de control y protección de la sociedad industrial”. Lo que caracterizaba aquel momento no eran ya el cálculo y el control del riesgo, sino el inicio de su desbordamiento, el aumento de la incertidumbre, el reconocimiento de haber entrado en el umbral de lo impredecible.

Se entiende ahora mejor por qué, a la luz del tiempo pasado desde las intuiciones de Beck, consideramos ahora más adecuado hablar de la nueva etapa disruptiva, porque la acumulación repentina y rapidísima de cambios que estamos viviendo y que en esta década pondrá a prueba no si las organizaciones o los países son suficientemente fuertes o grandes, sino si podrán dar respuesta a lo inesperado. Pongamos algunos ejemplos.

“Cisnes negros”, “rinocerontes grises”, cambios exponenciales, la gran aceleración y los entornos VUCA

Los efectos de “cisne negro”

En algunos estudios recientes sobre economía y finanzas, se mencionan los efectos de “cisne negro”, hechos fortuitos caracterizados por las pocas probabilidades de previsión, su efecto sorpresa y su gran repercusión, como por ejemplo los impactos derivados de la caída de Lehman Brothers. El escritor Nassim Nicholas Taleb ha comenzado a teorizar sobre lo que él denomina una sociedad “robusta de cisne negro”, eso es, una sociedad que pueda aprender a soportar eventos difíciles de predecir, basada en la antifragilidad de los sistemas, es decir, en la capacidad de beneficiarse y crecer a partir de un cierto tipo de eventos aleatorios, errores y volatilidad. La disrupción, en este caso, iría asociada a una “epistemología de la aleatoriedad”. La manera de enfrentarse a los cisnes negros que propone Taleb es original: en vez de fijarse en las probabilidades (desconocidas) de un evento imprevisto, deberíamos centrarnos en las consecuencias (estas sí, conocidas) que podría acarrear. «Nunca llegaremos a conocer lo desconocido ya que, por definición, es desconocido. Sin embargo, siempre podemos imaginar cómo podría afectarme, y sobre este hecho debería basar mis decisiones.»

Los “rinocerontes grises”

Por otra parte, Michelle Bucker también ha alertado del error de confundir los cisnes negros con otro tipo de eventos que ella llama “rinocerontes grises”. Son peligros obvios, visibles, que vienen directos hacia nosotros, con gran impacto potencial y consecuencias altamente probables, pero que no nos acabamos de creer que pasarán o no incluimos en nuestras previsiones y acciones. Las advertencias reiteradas –y desatendidas– sobre los efectos del cambio climático o sobre el advenimiento inminente de pandemias, por ejemplo, responderían seguramente más a esta segunda figura que a la de los “cisnes negros”. Como ocurre en la reciente película de Adam McKay, simplemente decidimos “no mirar hacia arriba”. Lo que es débil no es la señal que advierte del peligro, sino nuestra respuesta. Paradójicamente, conocemos el riesgo, pero optamos por ignorarlo.

Bucker aconseja una serie de procedimientos para afrontar este tipo de eventos: admitir la existencia del peligro y de los riesgos inminentes que conlleva; determinar la naturaleza de la bestia: el alcance y la escala de los riesgos; evitar congelarse y no hacer nada; aprender lecciones reales de lo que está sucediendo; incorporar una visión a largo plazo y de la panorámica general, y concentrarse en la estrategia y la ejecución para salir del dilema. Quien reconozca el “rinoceronte gris” podrá controlar los riesgos que lleva asociados. Todas estas consideraciones van en la línea de contribuir a modificar nuestros sesgos de percepción, incorporando escenarios e información que a menudo descartamos y estableciendo protocolos de actuación que nos permitan reaccionar con rapidez antes los primeros indicios de peligro y mitigar así el impacto negativo. La conclusión es que no asumir un riesgo puede resultar más arriesgado que el riesgo en sí mismo.

Cambios exponenciales

En el campo de la tecnociencia, ya no se habla de cambios lineales o incrementales, sino de cambios exponenciales. El cambio lineal es un modelo matemático para representar una función donde los valores van aumentando a una tasa o razón constante. El cambio exponencial ocurre cuando un fenómeno o una cosa aumentan de forma multiplicativa. La industria de la electrónica, por ejemplo, hasta hace poco conseguía duplicar el número de transistores que hay en el circuito integrado de un microprocesador cada dos años. Es lo que se conoce como la ley de Moore.

Algo similar ha sucedido con la secuenciación del genoma humano. Gracias a la capacidad de procesamiento de datos, el tiempo de obtención del genoma personal es hoy de unos pocos días y su coste no supera los cien dólares. La conexión entre informática, biología y medicina ha permitido esta transformación exponencial.

Una de las dificultades a la hora de gestionar la actual pandemia de la COVID-19 es que, a diferencia del SARS, su capacidad de contagio no es lineal, sino exponencial.

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Por ejemplo, el 20 de marzo de 2020, había 16.000 contagiados en los Estados Unidos; al día siguiente, la cifra era de 32.520: el número se duplicaba cada dos días. Según el Centro Chino para el Control y la Prevención de Enfermedades, el nivel de contagio de la COVID-19 era de 2,5. Cada paciente podía contagiar, de media, a 2,5 personas. El contagio era exponencial, es decir: si una persona contagia a otras dos, estas a su vez contagian a otras dos cada una, y así sucesivamente.

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Algo parecido ocurriendo con el acceso y el manejo masivo de datos personales en el mercado digital. Gracias a los big data y a la inteligencia artificial, es decir, a una capacidad de rastreo, procesamiento y almacenamiento de datos hasta hace poco impensable, es posible ahora disponer de una información completa sobre las personas. Y este conocimiento de las personas, de sus gustos y deseos, puede hacer mucho más fácil su control y manipulación. Como dice Yuval Noah Harari, ahora la tecnología permite vigilar a todo el mundo todo el tiempo. Los gobiernos y otras organizaciones pueden recurrir a sensores y algoritmos que espíen y vigilen nuestras vidas. El acceso a los teléfonos de los ciudadanos, las cámaras con reconocimiento facial, el acceso a nuestros informes médicos y el seguimiento de movimientos enteros de población son posibles gracias a unas tecnologías cada vez más sofisticadas para rastrear, vigilar y manipular a las personas. Todo esto es posible porque la tecnología de la vigilancia se desarrolla también de manera exponencial, a una velocidad de vértigo.

La gran aceleración

Otro concepto que conviene tener en cuenta es el de la gran aceleración. Hace años que la comunidad científica va repitiendo un mal pronóstico: la Tierra ha entrado en una nueva etapa geológica –el antropoceno–, en que la actividad humana, por primera vez en la historia, está alterando los límites o las constantes “vitales” del planeta. Estas constantes tienen que ver con la disminución de la capa de ozono, la integridad de la biosfera, la contaminación química del aire, la acidificación de los océanos, la carga de aerosoles atmosféricos, el uso de agua dulce, los cambios de uso de la tierra, la pérdida de biodiversidad o la contaminación química. Cuando se producen alteraciones en estas constantes, el ritmo de los cambios se acelera y sus consecuencias son impredecibles. El ejemplo paradigmático de esta situación es el calentamiento global: la temperatura del planeta ha aumentado a un ritmo sin precedentes, debido a la actividad humana. Según Will Stephen, en 2021 ya habíamos superado cuatro de estos nueve límites planetarios (cambio climático, biodiversidad, deforestación y flujos biogeoquímicos), lo cual situaba a nuestra especie –y a otras muchas especies animales y vegetales– en situación de riesgo. Más recientemente aun, en enero de 2022, el Stockholm Resilience Centre informaba que acabamos de superar un quinto límite, el relacionado con el nivel de contaminantes derivados de los productos químicos sintéticos y otras sustancias nuevas que inundan el medio ambiente y afectan su estabilidad. Al funcionar la Tierra como un sistema holístico, la alteración de uno de estos límites afecta directamente los demás, y podemos entrar fácilmente en una escalada de cambios en las dinámicas naturales del planeta que nos sitúen en un escenario desconocido hasta ahora.

En los nuevos estudios medioambientales de Will Steffen sobre el antropoceno, se habla de “la gran aceleración” planetaria, porque finalmente hemos hecho converger el tiempo socioeconómico de la modernidad con el tiempo geológico (provocando, por ejemplo, la aceleración del cambio climático). Un equipo internacional de investigadores del Programa Internacional Geosfera-Biosfera (IGBP) y del Centro de Resiliencia de Estocolmo ha tenido en cuenta un conjunto de 24 indicadores globales, que ha denominado «tablero planetario», para sugerir que, desde mediados del siglo xx, se ha producido una «gran aceleración» en la actividad humana, que ha provocado cambios fundamentales en el estado y el funcionamiento de la Tierra, los cuales no pueden atribuirse ya a la variabilidad natural. «Es difícil sobreestimar la magnitud y la velocidad del cambio. En una sola vida, la humanidad se ha convertido en una fuerza geológica a escala planetaria.»

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Fuente: Krznaric, Roman (2020): The Good Ancestor. How to Think Long Term in a Short-Term World. Penguin Books. Gráfico de Nigel Hawtin

Entornos VUCA y BANI

Finalmente, en los ámbitos geopolítico y empresarial, desde comienzos del nuevo siglo se habla del VUCA world o de los entornos VUCA (volátiles, inciertos, complejos y ambiguos), donde las turbulencias y la inestabilidad se acentúan y la predicción es sustituida por la reacción.

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La volatilidad tiene que ver con la naturaleza y la dinámica del cambio de las cosas, las situaciones o los eventos, y con la velocidad de las fuerzas o catalizadores del cambio. Cuando decimos que “todo lo que era sólido (hasta ahora) se desvanece en el aire” nos referimos, a la vez, a una sociedad volátil y una sociedad líquida. Así, sociólogos como Zygmunt Bauman hablan del estado fluido de la sociedad actual, sin valores demasiado sólidos y con unos vínculos humanos débiles, provisionales y frágiles. La volatilidad de las cosas y de los acontecimientos se convierte también en símbolo de la transitoriedad y de la fluidez con que se diluyen las relaciones de los seres humanos. En el Global Risks Report 2022 del Foro Económico de Davos, la conclusión más compartida (un 41,8 %) entre los expertos consultados es que la situación mundial será “fuertemente volátil y con múltiples sorpresas” en los tres próximos años.

La incertidumbre, como veremos más adelante, se refiere a la incapacidad de poder predecir o de prever el futuro con confianza.

La complejidad guarda relación con la cantidad, la variedad y la conectividad entre los factores que condicionan el entorno.

Y la ambigüedad caracteriza la vaguedad o la falta de claridad sobre cómo interpretar una situación, debido a que la información disponible es incompleta, contradictoria o demasiado inexacta.

Un mundo VUCA plantea nuevos retos para la seguridad, la planificación organizativa, la toma de decisiones, la función directiva y el ejercicio del liderazgo

Estas caracterizaciones intentan definir el contexto en que los países y las organizaciones viven su situación actual y futura. Un mundo VUCA plantea nuevos retos para la seguridad, la planificación organizativa, la toma de decisiones, la función directiva y el ejercicio del liderazgo. Los entornos VUCA obligan a replantear los modelos de aprendizaje para prepararse ante cualquier de contingencia, anticiparla e intervenir de forma exitosa.

Más recientemente, el investigador de San Francisco Jamais Cascio ha propuesto un nuevo marco interpretativo desde el cual articular y comprender mejor nuestro presente, partiendo del supuesto de que el modelo VUCA ya no explica suficientemente bien dónde nos encontramos. Este nuevo modelo lo denomina BANI: brittle, anxious, non-linear, incomprehensible, es decir, frágil, ansioso, no lineal e incomprensible. Y lo justifica por el hecho de que, ahora, incluso la volatilidad o la complejidad son lentes insuficientes para comprender lo que está sucediendo. Ahora nos encontramos ante “situaciones en que las condiciones no son simplemente inestables, sino caóticas; en que los resultados no son simplemente difíciles de prever, sino completamente impredecibles; en que lo que sucede no es simplemente ambiguo, sino incomprensible”. Es probablemente una buena manera de describir lo que hemos querido caracterizar con la “nueva década disruptiva”.

De las políticas del riesgo a las políticas de la incertidumbre

Todas estas disrupciones tienen en común no solo la intensidad y la aceleración de los cambios, sino también importantes grados de interconexión entre ellas. Es justamente su combinatoria lo que justifica el paso de las políticas basadas en la noción y la gestión del riesgo a las políticas basadas en la noción y la gestión de la incertidumbre.

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Según Knight, “la incertidumbre es un riesgo desconocido, mientras que el riesgo es una incertidumbre medible”. El riesgo se refiere a situaciones que pueden medirse cuantitativamente mediante una distribución de probabilidad; la incertidumbre, en cambio, se refiere a aquellos eventos de los cuales no disponemos de suficiente conocimiento para identificar sus probabilidades objetivas.

La gestión del riesgo la hemos aplicado a situaciones o a entornos en que no conocíamos el resultado de una situación determinada, pero podíamos medir con precisión sus probabilidades. La gestión de la incertidumbre, en cambio, se aplica a situaciones o a entornos en que no podemos conocer toda la información que necesitamos para establecer unas probabilidades precisas.

A diferencia de las situaciones de riesgo, en la incertidumbre es imposible identificar un rango de resultados potenciales, y mucho menos escenarios dentro de un rango. Puede suceder que ni siquiera sea posible identificar –y menos predecir– todas las variables relevantes que definirán el futuro. Un buen ejemplo de ello lo tenemos en la situación de la pandemia actual. Según Federico Steinberg, “los riesgos están previstos en las previsiones con mayor o menor grado de probabilidad, y pueden materializarse o no. Sin embargo, la incertidumbre es una situación en que nuestros modelos de predicción pueden saltar por los aires, porque entramos en un territorio desconocido, como si estuviéramos avanzando a través de la niebla. Y la pandemia global de la COVID-19 nos ha colocado en una situación de incertidumbre radical, que además puede alargarse en el tiempo, es decir, obligarnos a transitar por la niebla durante varias semanas <sic>. Por tanto, el problema no radica solo en que haya surgido un evento inesperado, un “cisne negro” (o un “rinoceronte gris”), sino que, al hacerlo, nos ha condenado a pasar un tiempo en el purgatorio de la incertidumbre radical. Este cisne negro es más peligroso para la economía que otros anteriores, como los atentados del 11-S o la caída del Muro de Berlín, porque la situación de temor, perplejidad, ansiedad e inseguridad de la ciudadanía será más prolongada. Además, cuanto más se extienda en el tiempo, más posibilidades habrá de que aparezcan nuevos efectos económicos adversos, como frenadas prolongadas en la inversión y en el comercio internacional, o problemas financieros más graves, de consecuencias imprevisibles”.

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Fuente: Adaptación de McKinsey&Company.

Tratar las situaciones de incertidumbre como situaciones de riesgo sería totalmente inadecuado. Cuando las suposiciones sobre el riesgo ya no son válidas y se aplican, en realidad, a las condiciones de incertidumbre, los efectos pueden ser destructivos. Subestimar la incertidumbre puede conducir a estrategias que ni defienden la sociedad contra las amenazas ni aprovechan –en el mejor de los casos– las “oportunidades” que podrían brindar eventualmente los niveles más altos de incertidumbre. El riesgo genera miedo (la necesidad de sobrevivir y de buscar protección); la incertidumbre genera ansiedad (gran inquietud, intensa excitación y una extrema inseguridad con respecto al futuro). Ante el riesgo, reaccionamos frente a un peligro identificable, concreto, observable, medible y del cual podemos evaluar los daños. Ante la incertidumbre, mantenemos una creencia difusa, dispersa y sin objeto sobre el propio futuro. No podemos predecir los resultados, y esto nos provoca ansiedad y frustración. En la sociedad del riesgo, las políticas de seguridad eran políticas del riesgo, de gestión del riesgo. En la sociedad disruptiva, las políticas de seguridad se convierten en políticas de la incertidumbre. El problema es que no sabemos cómo manejar la incertidumbre.

Las estrategias de seguridad en las políticas del riesgo han desarrollado iniciativas ex ante y ex post. Las iniciativas ex ante han intentado convertir a una sociedad frágil en una sociedad robusta. Una sociedad frágil (quebradiza, como diría Jamais Cascio) es vulnerable y, ante los impactos negativos, tiene pocas posibilidades de sobrevivir. Una sociedad robusta es resistente y fuerte, capaz de aguantar los impactos negativos. Las iniciativas ex post han intentado convertir a las sociedades más o menos resistentes también en sociedades resilientes. La robustez es una cualidad que nos permite prepararnos antes para soportar los golpes; la resiliencia, en cambio, es una cualidad que nos permite sobreponernos a los golpes, después de que estos nos han afectado profundamente. La robustez nos capacita para resistir un factor estresante o un impacto negativo; la resiliencia nos capacita para recuperarnos del efecto provocado por este impacto. En conclusión, las políticas de seguridad en tiempos de riesgo no solo han trabajado la “prevención”, sino también la “recuperación”. En definitiva, la seguridad ante el riesgo ha intentado incorporar la robustez ex ante y la resiliencia ex post.

Incertidumbre y antifragilidad

Hemos explicado que la incertidumbre se da cuando los eventos y sus efectos son completamente imprevistos. Ahora la aleatoriedad y la variabilidad son la regla, no la excepción, y no las podemos eliminar de nuestra ecuación. No podremos evitar (u ocultar) la adversidad, sino que tendremos que afrontarla. Los problemas de incertidumbre derivados de la emergencia climática o de la emergencia sanitaria son un buen ejemplo de ello. Por eso resulta tan difícil tomar decisiones en el nivel de incertidumbre 4, antes mencionado. Los responsables de seguridad deberán realizar análisis cualitativos, sistematizaciones del conocimiento y modelizaciones de escenarios, y adoptar iniciativas que contribuyan a convertir una parte de los problemas del nivel 4 al nivel 3, con el agravante de que no pueden distraerse, porque no dispondrán de demasiado tiempo después de que impacte un evento disruptivo altamente relevante.

Un enfoque futuro sobre las políticas de seguridad sugeriría crear una disciplina ad hoc para reflexionar, de forma rigurosa y sistemática, sobre la incertidumbre. La clave es obtener una perspectiva mínimamente valiosa e identificar al menos un subconjunto de las variables que pueden determinar cómo va a evolucionar una situación o un contexto determinados. Como hemos visto en el caso de la COVID-19, la mayoría de los países han intentado identificar indicadores favorables y desfavorables de la enfermedad, incorporar nueva información, estudiar qué estaban haciendo quienes obtenían los mejores resultados y determinar las estrategias ganadoras, para imitarlas.

De las políticas del riesgo a las políticas de la incertidumbre

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Fuente: Elaboración propia a partir de (PDF) Endogenous Stress Caused by Faulty Oxidation Reactions Fosters Evolution of 2,4-Dinitrotoluene-Degrading Bacteria (researchgate.net)

  • Sistema frágil: colapso tras un choque
  • Sistema robusto: resistencia al choque
  • Sistema resiliente: recuperación del estado previo al choque
  • Sistema antifrágil: mejora o fortalecimiento tras el choque

Para tiempos disruptivos, necesitaremos promover respuestas antifrágiles. La resiliencia aguanta los choques y nos permite sobreponernos a la adversidad; la estrategia antifrágil, en cambio, debería contribuir a mejorarnos. La resiliencia es como el ave fénix, que renace de sus cenizas, es decir, nos recupera de la adversidad. La antifragilidad es como la cabeza de la hidra, la serpiente de siete cabezas que, cuando se le cortaba una, le nacían dos o más; es decir, nos fortalece ante la adversidad. Las respuestas que damos a los sucesos aleatorios, las crisis imprevisibles, los factores desencadenantes de estrés y amenazas y la volatilidad nos pueden hacer más fuertes o nos pueden hundir. La antifragilidad parte de la base de que la variabilidad, la adversidad y el estrés nos pueden fortalecer. El diseño de un modelo de seguridad antifrágil debería ayudarnos a tomar decisiones en condiciones de opacidad y a prepararnos para lo que no ha sucedido todavía.

Hay cosas que sabemos que sabemos (los conocimientos conocidos); hay cosas que sabemos que no sabemos (las incógnitas conocidas); hay cosas que no sabemos que sabemos (los conocimientos desconocidos), y, finalmente, hay cosas que no sabemos que no sabemos (las incógnitas desconocidas). El modelo de seguridad antifrágil debemos situarlo en la exploración y el aprovechamiento de las dos últimas formulaciones.

Los tiempos disruptivos nos obligarán a trabajar mejor nuestros conocimientos desconocidos (nuestras intuiciones y prejuicios) y nuestras incógnitas desconocidas, unas incógnitas que a menudo dejamos atrás, pero que podrían ser la fuente de una nueva comprensión. Al explorar abiertamente la realidad, podemos reconocer patrones y comportamientos ocultos que podrían señalar oportunidades o evitar peligros. Esta búsqueda de la opcionalidad, basada en pequeños y constantes arreglos, acaso no tenga nada de heroica, pero puede ser la más efectiva para la etapa que nos tocará vivir.

La antifragilidad puede beneficiarse de la volatilidad y de la disrupción, incluso en caso de choques extremos

La antifragilidad puede beneficiarse de la volatilidad y de la disrupción, incluso en caso de choques extremos. Un sistema de seguridad antifrágil debería estar entrenado en una variedad de tensiones y en una serie de eventos inesperados con bastante frecuencia. Esto contribuiría a desarrollar nuevas capacidades o permitiría disponer de más posibilidades de adaptación ante nuevos factores estresantes inesperados importantes.

En la comparación clásica entre la estrategia del zorro (diversificación) y la del erizo (especialización), la antifragilidad se decanta claramente por el modelo del zorro. Los sistemas antifrágiles desarrollan gamas de opciones y experimentan una variedad de posibles respuestas ante diferentes condiciones adversas. En la estrategia del erizo, disponemos de las habilidades y de los recursos, conocemos cuál es el problema al cual hay que hacer frente y sabemos la solución. Ello es posible porque el entorno es estable y predecible y la incertidumbre es baja, lo cual permite el erizo ser un especialista eficiente, con un gasto escaso de energía y un metabolismo lento, dedicado básicamente a la explotación de su nicho inmediato. El erizo está completamente adaptado a su entorno.

Pero, en la estrategia del zorro, la situación cambia radicalmente. El entorno puede ser turbulento y de gran incertidumbre. No sabe a qué problema tendrá que enfrentarse, desconoce la solución, no sabe qué tipo de recursos son los apropiados y no tiene necesariamente la destreza para manejar este nuevo problema. Esto obliga al zorro a ser generalista, disperso, dinámico y estresado, y a gastar mucha energía explorando el entorno para lograr ser eficaz. El zorro no está adaptado a un entorno, pero puede adaptarse a casi todos los entornos.

En situaciones disruptivas, no sabemos de antemano qué condiciones prevalecerán, pero se intenta ofrecer suficiente diversidad para asegurar la supervivencia

En situaciones disruptivas, no sabemos de antemano qué condiciones prevalecerán, pero se intenta ofrecer suficiente diversidad para asegurar la supervivencia. Se invierte en un gran número de iniciativas sabiendo que la mayoría fracasarán, aunque algunas tendrán éxito y prosperarán tanto que la recompensa superará con creces las pérdidas incurridas en el resto de las iniciativas. Pero esto implica, en primer lugar, mantener activas capacidades adicionales que no activaríamos en períodos de estabilidad. Por tanto, el gasto de energía y la inversión de recursos en investigación y experimentación de opciones serán mucho mayores en la estrategia antifrágil que en la de especialización. Ronald Heifetz ha caracterizado este tipo de situaciones como de “reto adaptativo”, porque los hábitos y las rutinas aprendidos en el pasado ya no son garantía de éxito ahora. El reto adaptativo exige un desequilibrio creativo y un nivel de estrés alto.

Retomando el ejemplo de la emergencia climática, científicos como John P. Holdren o Lonnie G. Thompson afirman que básicamente tendremos tres opciones: mitigación, adaptación y sufrimiento. La mitigación implica hacer cosas antes para reducir el ritmo y la magnitud de los cambios que nuestras actividades ocasionan en el clima. La adaptación son las medidas o los ajustes que tomaremos después, para reducir el daño que resulte del cambio climático que no hemos evitado. El sufrimiento se refiere a los impactos adversos que tendremos que aguantar durante el cambio climático. Nos tocará hacer un poco de cada uno. La pregunta es cómo será la mezcla. Cuanta más mitigación hagamos antes, menos adaptación será necesaria después y menos sufrimiento padeceremos. En la sociedad disruptiva, el reto adaptativo vinculado al cambio climático será inversamente proporcional a las iniciativas de mitigación que despleguemos.

En segundo lugar, hay que darse cuenta de que, a la hora de gestionar la incertidumbre, menos puede ser más. Para ser antifrágil, tal vez valga la pena ser pequeño. La pequeñez da mayor agilidad y flexibilidad en tiempos volátiles y caóticos.

Y, en tercer lugar, la estrategia de la antifragilidad ha de reconocer el valor del error ya que, ante la incertidumbre, solo cabe avanzar a través de un circuito de retroalimentación negativa, cometiendo errores, detectándolos y corrigiéndolos a partir de lo que se aprenda de ellos. Se trata, pues, de un sistema que acepta la provisionalidad y que refuerza la detección de errores. Estas tres implicaciones se fundamentan –ni que decir tiene– en el fomento de la experimentación en búsqueda de adaptaciones exitosas y en la no estigmatización del error/fracaso.

Ante la incertidumbre, la estrategia de la antifragilidad se abre camino no informándonos de entrada de lo que funciona, sino constatando (y, por tanto, mitigando) lo que no funciona. Dicho de otro modo: la antifragilidad puede ayudarnos ‑‑aunque sea de forma modesta– a reducir los conocimientos desconocidos y las incógnitas desconocidas. De esta manera, empezamos a recorrer el camino que va de la incertidumbre total (nivel 4) a la gestión del riesgo (niveles 3 y 2).

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