

La cara oculta de la igualdad de oportunidades

La crisis del 2008 coincidió en el tiempo con los primeros pasos en las políticas para lograr la igualdad de género en los consejos de administración de las grandes empresas. En 2006 Noruega había sido el primer país en legislar al efecto, exigiendo a las compañías cotizadas una cuota de un 40% de mujeres en el Board. Otros siguieron el ejemplo, y los datos actuales demuestran cuánto se ha avanzado al respecto.
La teoría de fondo más ambiciosa, sustentada en ciertas corrientes de filosofía feminista, es que una más nutrida presencia de mujeres en los puestos directivos conduce a un mejor estilo de gestión, que tiene en cuenta mayor diversidad de variables, es más prudente, se preocupa por el cuidado de todos los stakeholders (medioambiente incluido), y se aleja del tipo de dirección empresarial testosterónica que se hallaba en el origen de la crisis. Un chascarrillo que resonaba en la reunión de Davos 2010 es que mejor le hubiera ido al mundo con alguna Lehman sister entre los brothers.
La teoría de fondo más ambiciosa en las políticas para lograr la igualdad de género en los consejos de administración es que una más nutrida presencia de mujeres en los puestos directivos conduce a un mejor estilo de gestión
Durante aquella época fui testigo de un debate que se me quedó grabado por la claridad y contundencia de los argumentos. Uno de los contrincantes en la discusión, que se oponía al sistema de cuotas, exigía evidencias empíricas de que efectivamente el liderazgo femenino iba a modificar los comportamientos viciados de tantos directivos e iba a rendundar en sociedades menos contaminadas, empobrecidas y desigualitarias que las que emergían tras la crisis. En caso contrario, decía, para él estas políticas carecían de valor. Su opositor en el debate le espetó que todo eso era irrelevante: las mujeres tenían el perfecto derecho de ser unas pésimas líderes empresariales y de llevar la economía a tantos desastres como habían hecho los hombres. De lo que se trataba era de darles la oportunidad que no habían tenido, con total independencia de lo que hicieran con esa oportunidad: era pura y simplemente una cuestión de justicia.
Como es habitual en las discusiones, ambos polemistas creían tener la razón, y como es también bastante frecuente, ambos la tenían, una vez nos damos cuenta de que, creyendo que discutían sobre lo mismo, hablaban en realidad de cosas distintas.
Para entenderlo puede ayudar una distinción conceptual trazada por la filósofa y feminista Nancy Fraser. A veces por justicia entendemos lo que en realidad son reivindicaciones de reconocimiento legal o cultural, esto es, el reclamo por parte de grupos que se han visto tradicionalmente marginados de dejar atrás ese estado subalterno para poder competir en la vida social, política y económica en pie de igualdad con los tradicionalmente privilegiados. Otras veces, sin embargo, lo que formulamos son reivindicaciones de redistribución socioeconómica, que identifican la justicia con el logro de una mayor equidad en las condiciones de vida entre individuos, con independencia de cuestiones de identidad o pertenencia.
Son dos maneras de entender la justicia que no son incompatibles entre sí y que en el mejor de los casos coadyuvan a hacer una sociedad más equitativa, más diversa, con más oportunidades y mejores resultados para todos, en definitiva, un mundo mejor.
Las economías europeas durante las décadas centrales del siglo pasado eran más igualitarias y repartían mejor la prosperidad que las actuales, y sin embargo eran mucho menos diversas e inclusivas en el liderazgo
Pero también puede ser que vayan por separado, que avancemos en uno de los caminos y no en el otro. Así, es perfectamente posible imaginar un mundo en el que solo los miembros de un grupo determinado (por criterios de clase, género, raza, etc…) ocupen posiciones de privilegio, pero que desde esos puestos apliquen políticas que tiendan hacia una sociedad más igualitaria. De hecho, no hace falta forzar mucho la imaginación. Las economías europeas durante las décadas centrales del siglo pasado eran más igualitarias y repartían mejor la prosperidad que las actuales, y sin embargo eran mucho menos diversas e inclusivas en el liderazgo tanto público como privado.
También es posible imaginar la situación contraria. Una sociedad que avance mucho en cuestiones de igualdad de oportunidades, en la que el acceso a los puestos de decisión en la esfera pública y privada sea objeto de efectivas políticas de igualdad de oportunidades, discriminación positiva y similares, pero que al mismo tiempo sean sociedades profunda y radicalmente desigualitarias, con mayores diferencias económicas entre los ciudadanos, y con serios y graves problemas de pobreza, marginación social, y tantos otros que empíricamente caracterizan a las sociedades con más desigualdades.
Dos libros recientes, uno del filósofo español César Rendueles (Contra la igualdad de oportunidades, Seix Barral, 2020) y otro del hiperpopular profesor de Harvard Michael Sandel (The Tyranny of Merit, Allen Lane, 2020), se centran en analizar este último escenario, partiendo de la constatación de que las cosas parece que están cobrando de facto ese cariz. Desde las políticas de cuotas y de discriminación positiva que (como en el ejemplo con el que he abierto este escrito) se han extendido en los últimos años, hasta movimientos de afiliación quasi unánime como el Me Too y el Black Live Matters, los dos pensadores citados constatan un hecho evidente que corroborará cualquiera que esté mínimamente atento a la realidad social: el creciente desplazamiento de las discusiones sobre justicia al ámbito de lo que Fraser llama reconocimiento legal y cultural.
Plantear la justicia social en términos de igualdad de oportunidades es como acordar que la justicia social va a consistir en una competición en la cual partiremos en las mismas condiciones, pero sin acordar cuál es la competición
Situándose en el límite de lo políticamente correcto, tanto Sandel como Rendueles advierten, con argumentos casi idénticos, del peligro que entraña plantear así las cosas. Es un problema doble, e incremental, consideran, pues en el mejor de los casos esta reducción de los problemas de justicia a problemas de reconocimiento dirige todas nuestras energías en un sentido determinado, dejando inalteradas las otras muchas injusticias estructurales de nuestras cada vez más desigualitarias sociedades. Pero en el peor de los casos, y aquí su argumentación se vuelve más punzante, la retórica de la igualdad de oportunidades dulcifica o incluso legitima esas desigualdades, y nos aleja de la discusión sobre el bien común, reforzando el ethos individualista, competitivo e insolidario que (al menos en su desproporcionado exceso) estuvo en el germen de aquella crisis de 2008.
La base del argumento es la siguiente: la igualdad de oportunidades aspira al ideal (difícilmente realizable, pero ese es otro tema) de situarnos a todos en la misma línea de salida para la carrera, que es un objetivo conceptualmente fácil de delimitar y seguro que de aceptar, pero no nos dice nada sobre la carrera en sí. Plantear la justicia social en términos de igualdad de oportunidades, sugieren estos autores, es como acordar que la justicia social va a consistir en una competición en la cual partiremos en las mismas condiciones, pero sin acordar cuál es la competición. O por utilizar la muy gráfica metáfora de Rendueles, es como un control anti-doping para que nadie se presente al partido con una ventaja extra, mas nada nos dice sobre a qué y cómo jugamos.
Sigamos con el deporte, pasando ahora del símil a la realidad. La eclosión del fútbol femenino de élite (seguimiento en medios y redes, transmisiones televisivas, patrocinios y publicidad, etc…) ha generado la inevitable comparación entre lo que cobran las futbolistas mejor pagadas del mundo y lo que cobran sus homólogos masculinos. La reciente filtración del contrato privado de uno de estos, que ha compartido portadas con los devastadores efectos sanitarios y económicos de la pandemia, ha dado aún más notoriedad al debate. Demagogias y populismos aparte (que no son de extrañar, la verdad), la reflexión es: ¿qué nos debemos preguntar? ¿Nos preguntamos si es justo que el futbolista gane abrumadoramente más que la futbolista, o nos preguntamos si es justo que el futbolista gane abrumadoramente más que la enfermera (y el enfermero), la maestra (y el maestro), etc…?

Las dos preguntas son válidas, y las dos preguntas son en su esencia preguntas sobre justicia. Pero las preguntas sobre justicia, ya lo hemos visto, pueden tener distintos sentidos. Habrá que pensar bien qué pregunta queremos priorizar, porque la pregunta que queramos priorizar dirá mucho sobre el tipo de sociedad hacia el que apuntamos.
Lo que opinan Rendueles, Sandel, el autor de esta reflexión y (estoy seguro de ello) la mayoría de sus lectores, es que es socialmente más importante plantear el problema de la comparación entre los salarios de los futbolistas y los de las enfermeras y los enfermeros. Y que el mejor mensaje que se puede lanzar a día de hoy (y viendo lo que nos va a venir, también a día de mañana) a una niña talentosa golpeando el balón no es el de que aspire como objetivo vital a entrar en una competición (durísima, por cierto) para llegar a ser una súper-estrella con implacables agentes que le consigan contratos de una ostentación inimaginable.
Pero como Rendueles, Sandel, el autor de esta reflexión y (estoy seguro de ello) la mayoría de sus lectores estamos de acuerdo en que hombres y mujeres deben ser tratados de manera equitativa, es muy tentador dejarnos llevar por la otra pregunta, esto es, la de la comparación entre el futbolista y la futbolista, que tiene la virtud de limitar nuestro objeto, simplificar el problema, y ganar adhesión sin tener que entrar en grandes discusiones de justicia económica. Quizás por eso nos estamos centrando tanto y con tanta intensidad en las políticas de igualdad de oportunidades, y otras similares, que buscan llevar a la práctica lo que Fraser llama las reivindicaciones de reconocimiento. Pero también por eso merece la pena no perder de vista, como nos advierten Rendueles y Sandel, que esas políticas tienen una cara oculta en cuya sombra podemos estar dejando pasar cuestiones importantes. Y es que la justicia no consiste en que miembros de grupos tradicionalmente marginados tengan la oportunidad de competir por las mejores posiciones en sociedades radicalmente desiguales. La justicia consiste en que las sociedades no sean radicalmente desiguales. Y las nuestras lo son.

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