¿Qué ha sido de los Derechos Humanos en su 75 aniversario?
Los numerosos incumplimientos de la Declaración no eliminan su valor moral. Está en nuestras manos leerla, divulgarla y aplicarla en aquellas relaciones en que somos protagonistas.
El 10 de diciembre de 1948, la Asamblea General de las Naciones Unidas proclamó, reunida en Paris, la Declaración Universal de Derechos Humanos. Fue tres años después de que las NNUU nacieran, con la aprobación de su Carta, en San Francisco, el 26 de junio de 1945.
Carta y Declaración están íntimamente vinculadas. El preámbulo de la primera anuncia la segunda: “Nosotros los pueblos de las Naciones Unidas resueltos a preservar a las generaciones venideras del flagelo de la guerra que dos veces durante nuestra vida ha infligido a la Humanidad sufrimientos indecibles, a reafirmar la fe en los derechos fundamentales del hombre, en la dignidad y el valor de la persona humana, en la igualdad de derechos de hombres y mujeres y de las naciones grandes y pequeñas […]”.
Nunca antes en el devenir humano se había reconocido por una parte tan significativa — aunque no unánime— de la humanidad, como hace la Declaración, “la dignidad intrínseca y los derechos iguales e inalienables de todos los miembros de la familia humana que constituyan la base de la libertad, la justicia y la paz en el mundo”.
Nunca antes se había reconocido por una parte tan significativa de la humanidad la dignidad intrínseca y los derechos iguales e inalienables
Sin embargo, basta un vistazo a las noticias del día para medir la distancia abismal entre el ideal proclamado y la realidad. Los juristas, podríamos aducir que no se trata de un tratado internacional vinculante, sino de una declaración; sin embargo, esa sutileza conceptual no sirve de consuelo a quienes padecen su incumplimiento. La Declaración está en el origen de más de setenta tratados y su artículo 28 afirma que “toda persona tiene derecho a que se establezca un orden social e internacional en el que los derechos y libertades proclamados en esta Declaración se hagan plenamente efectivos”.
Entre esos tratados se encuentran los Convenios de Ginebra del 12 de agosto de 1949 que tratan de limitar los efectos de los conflictos armados, proteger a las personas que no participan directamente en las hostilidades e imponer límites a la elección de medios y métodos de hacer la guerra. Justo lo contrario de lo que vemos, cada día, en nuestras pantallas.
La historia avanza, pero no lo hace en línea recta, sino en zigzag. El 28 de septiembre de 1976, el plenipotenciario de España firmaba en Nueva York el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos y el de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, ambos vinculantes. Habían pasado diez años desde su aprobación por la Asamblea General de las Naciones Unidas, pero apenas dos meses desde que Adolfo Suárez asumía la presidencia del Gobierno y dirigía la transición a la democracia en España. En aquel acto solemne, el ministro Marcelino Oreja pidió a quien más veces había solicitado al gobierno español que los firmara, Anton Cañellas, político democristiano que siempre militó en la oposición al régimen franquista, que lo acompañara como testimonio de aquel acontecimiento. En una muestra de los zigzags con que la historia se construye, a la misma hora de la firma, la policía española llamaba a la puerta de su domicilio para comunicarle que no se autorizaba una manifestación que había solicitado realizar.
La lectura pausada de la Declaración me provoca agradecimiento hacia los que la redactaron. Desde los más conocidos como Eleanor Rooselvelt y René Cassin, a los menos como Minerva Bernardino, Shaista Ikramullah o Hansa Metha, que cerró el círculo abierto en septiembre de 1791 por Olympe de Gouges con su Déclaration des Droits de la Femme et de la Citoyenne al sustituir “todos los hombres nacen libres e iguales” por “todos los seres humanos nacen libres e iguales”. Por cierto, un buen párrafo, como el conjunto de la Declaración, para practicar la comprensión lectora. Tanto de los alumnos jóvenes, sobre la que alerta el último informe Pisa, como de quienes hemos pasado esa etapa.
El común ético de la Declaración
La fragilidad que sobre la Declaración proyectan sus numerosos incumplimientos no elimina su valor moral, que permite censurar como contrarios al mínimo común denominador ético esas mismas vulneraciones y a quien las comete. Al tener noticia de la barbarie que campa desatada en tantos lugares de nuestro planeta, esa condena nos parece poco. Algunos echamos en falta que Themis, diosa griega de la justicia, lleve junto a sus balanzas una espada que proteja al débil, al desvalido.
La indivisibilidad e interdependencia de los derechos humanos, principios que junto al de universalidad y progresividad han de regir su aplicación por parte de las autoridades, no está en contradicción con que el derecho a la vida, a la libertad y a la seguridad de la persona (art.3) se nos aparecen como los primeros a proteger, y a los primeros que ataca el flagelo de la guerra que las Naciones Unidas pretenden evitar.
La fragilidad que proyectan sobre la Declaración sus numerosos incumplimientos no elimina su valor moral
Cuando estaba próxima la derrota de las potencias del eje, Roosevelt, Stalin y Churchill acordaron en Yalta, en febrero de 1945, las bases del nuevo orden mundial, atribuyendo a las potencias vencedoras el papel de garantes de la paz. Las decisiones, formalmente en manos del Consejo de Seguridad de NNUU, requerirían la unanimidad de los cinco miembros permanentes (EEUU, URSS —hoy Rusia—, Reino Unido, Francia y China). A falta de dicha unanimidad, no habría decisión. Como recordaba hace unos días el profesor Jordi García-Petit, esta medida ha funcionado en tanto no hemos padecido una tercera guerra mundial, pero la evolución de las relaciones internacionales ha llevado a que cuando es un miembro permanente o un aliado suyo quien infringe el orden internacional, no hay acuerdo.
Sin dejar de soñar en un mundo en que la Declaración se cumpla fielmente y del todo, un mundo sin guerras, lo que hoy está en nuestra mano para perseguirlo, es leerla, divulgarla y aplicarla en aquellas relaciones en que somos protagonistas.
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