

Humanismo tecnológico o deshumanización

La pandemia que padecemos nos sitúa ante uno de los temas trascendentales de nuestro tiempo: decidir si queremos reorganizarnos como sociedad a partir de una estructura de convivencia basada en una tecnología humanista o deshumanizadora.
¿Queremos una tecnología centrada en una ética fundada en la dignidad humana o una tecnología basada en el nihilismo y la ausencia de límites morales al poner su acento en maximizar eficientemente las capacidades digitales en términos utilitarios, interpretando al ser humano como un medio y no un fin en sí mismo?
Sé que nos enfrentamos a un dilema que no es nuevo.
Nos acompaña desde que la humanidad abordó una reflexión acerca del uso de la técnica como una especie de sobrenaturaleza que permitía operar sobre el mundo y transformarlo para su provecho material.
Se ha visto agudizado en los últimos años a raíz del poder de cambio que, en términos económicos y sociales, ha propiciado la tecnología con el advenimiento del llamado capitalismo cognitivo a través de la economía de plataformas basada en los datos.
El flujo exorbitante de datos que está desatando la pandemia nos conduce hacia una especie de biggest data
La diferencia entre lo que sucedía antes y ahora alrededor de este dilema está en que la tensión crítica que provocaba se ha ido acelerando e intensificando abruptamente en los últimos tiempos. Hasta el punto de que la propagación de la pandemia del covid-19 ha provocado un cambio cultural y de mentalidad tan profundos que ya no podemos seguir hablando de revolución, transformación o transición digital. Ahora, vivimos bajo una auténtica "consumación digital".
De hecho, la transición quedó atrás al producirse una transformación tan intensa que la revolución digital es el nuevo statu quo.
El reto ahora es saber cómo gestionar este nuevo statu quo y conforme a qué narrativa.
Nos enfrentamos, por tanto, a una realidad que ha puesto de manifiesto que la estructura del planeta y la globalización que lo modela se desarrollan a través de la tecnología.

Como apuntaba hace un momento, la revolución digital ya es historia, lo mismo que la transición digital.
Se ha producido y consumado la transformación digital desde el momento en que las libertades analógicas se han convertido, con la generalización de los estados de alarma y los confinamientos, en experiencias básicamente digitales.
Es más, una parte sustancial de nuestra identidad es también digital.
Trabajamos, nos entretenemos y nos comunicamos online.
Generamos una huella digital sobre nosotros que engrosamos a diario. Es tan intensa y tan precisa que casi replica a la perfección quiénes somos.
De hecho, quienes tengan las capacidades algorítmicas adecuadas para trabajar sobre ellas pueden saber lo que pensamos, lo que sentimos o lo que necesitamos cuando vivimos atrapados bajo la atmósfera de ansiedad y urgencia que nos acompaña excepcionalmente desde hace semanas.
El flujo exorbitante de datos que está desatando la pandemia nos conduce hacia una especie de biggest data.
Primero, porque estamos agitando las aguas del tráfico de las redes con un megatsunami de datos sobre nosotros que, a partir de las interacciones digitales que protagonizamos, provoca un valor de agregación incalculable por la cantidad y la calidad de los mismos.
Pasar tantas horas trabajando online o viéndonos las caras y hablándonos a través de pantallas en toda clase de contextos, supone un registro extraordinario de matices que acelerarán exponencialmente los procesos de machine learning.
Con la excusa de la primacía justificada de la salud sobre la privacidad que incorporan nuestros estados de alarma, estamos contribuyendo a producir un poder extraordinario a quienes registran, almacenan y gestionan nuestros datos
Este repositorio de información sobre las profundidades psíquicas del ser humano allanarán el camino, sin duda, a la inteligencia artificial en su proceso de alcanzar la famosa inteligencia general. Tanto que nunca, como hasta ahora, habremos ayudado a las máquinas a que nos conozcan y aprendan de nosotros.
Y segundo, porque estamos atribuyendo capacidades extraordinarias de vigilancia y seguimiento de nuestra identidad en un contexto de necesidad en el que, además, desnudamos y desguarnecemos nuestra privacidad sin tapujos ni recelos.
Con la excusa de la primacía justificada de la salud sobre la privacidad que incorporan nuestros estados de alarma, estamos contribuyendo a producir un poder extraordinario que transferimos sin cauciones legales de ningún tipo a quienes registran, almacenan y gestionan nuestros datos.
Hoy, el panóptico es más real que nunca. No el sistema carcelario que ideó Bentham y que Foucault reinterpretó para explicar el modelo de normalización capitalista en su ensayo Vigilar y castigar.
No, me refiero a algo más mítico y simbólico, algo que opera por debajo de la normatividad para entrar en el inconsciente.
Estamos modelando un dios tecnológico que recuerda a aquel otro que los griegos llamaron Argus Panoptes, una criatura vigilante repleta de ojos que registraba todo lo que veía
En realidad, estamos modelando un dios tecnológico que recuerda a aquel otro que los griegos llamaron Argus Panoptes. Esto es, un dios que la Antigüedad describió como una criatura vigilante repleta de ojos por todo su cuerpo y que registraba todo lo que veía. Incluso cuando dormía, porque entonces solo cerraba un párpado mientras que los demás seguían abiertos.
El resto de los dioses lo utilizaban para vigilarse los unos a los otros. Algo que hizo que el Olimpo se convirtiera en un régimen de policía moral muy parecido al descrito en la película La vida de los otros.
El desenlace fue que el propio Zeus tomó cartas en el asunto y ordenó que Apolo lo matara utilizando, curiosamente, el arte, pues, consiguió que se adormilara completamente gracias al sonido de la flauta.
Dormido entonces completamente lo mató. Es curioso que lo hiciera empleando el arte.
Hoy, sin saberlo, estamos creando otro dios panóptico bajo la consumación de una era tecnológica que, repleta de ojos siempre abiertos, nunca descansa.
Una era que inaugura un tiempo nuevo que resetea el anterior.
Sorprende que mientras el Estado demuestra su poder analógico deteniendo la realidad, el cibermundo parece independizarse de su control y su soberanía
Lo hace gobernado mediante algoritmos que controlan las grandes corporaciones tecnológicas mientras su cuenta de resultados crece hasta alcanzar cifras astronómicas.
Sorprende que mientras el Estado demuestra su poder analógico deteniendo la realidad, confinando un país entero en sus domicilios y paralizando la economía sin romper la paz social, el cibermundo parece independizarse de su control y su soberanía.
Viviendo online tantas horas, surge un realidad paralela que está sustituyendo a la realidad física.
Una realidad virtual que hegemonizan las grandes corporaciones tecnológicas al tiempo que crece su tamaño mientras aumenta el tráfico de datos que sustituye nuestra individualidad corpórea.

De hecho, se está produciendo un fenómeno extraordinario en la evolución del ser humano al convertirse en un homo digitalis que se desmaterializa en contacto con las pantallas.
Bajo la excepcionalidad de la covid-19 se ha impuesto erga omnes y sin oposición una gobernanza algorítmica que ha sustituido nuestra identidad física por otra digital que, además, se vive como una experiencia sin ciudadanía ni derechos online que la protejan.
Hablamos de una identidad que nos diluye como personas.
Bajo la excepcionalidad de la covid-19 se ha impuesto una gobernanza algorítmica que ha sustituido nuestra identidad física por otra digital
Opera sobre lo que éramos y crea las condiciones para definirnos como trabajadores online, consumidores digitales de contenidos y usuarios de aplicaciones. Algunas de ellas de rastreo de infectados y que, como sucede con las que impulsa el consorcio europeo PEPP-PT, son dirigidas a neutralizar la propagación del coronavirus, o su rebrote.
Desarrollan, para ello, capacidades que agrupan nuestras interacciones de afinidad social cuyo almacenamiento y centralización ofrecen capacidad de monitorización que puede trascender la funcionalidad epidemiológica primaria.
De hecho, podrán controlar nuestros movimientos 24 horas al día los 365 días del año y, de paso, identificar quienes nos acompañaban y qué vínculos existían entre nosotros. Algo que asociado a la variable del GPS podría implicar una arquitectura susceptible de hacer el "matching" que cohonestara nuestros datos anonimizados y poner a nuestra huella digital nombre y apellidos.
Las consecuencias de promover bajo este contexto de excepcionalidad un biggest data son inquietantes.
La primera es que sin control democrático de este proceso de empoderamiento tecnológico, corremos el riesgo de que nuestra democracia liberal mute hacia una dictadura tecnológica.
De basarnos en una libertad cooperativa, podríamos ver cómo se instaura un orden tecnológico de vigilancia y control que monitorice nuestra movilidad y nuestra salud al servicio de un Ciberleviatán privatizado. Un escenario distópico que solo podremos impedir con derechos y garantías digitales que nos protejan en nuestra privacidad.

Una reflexión que forma parte esencial del humanismo tecnológico y que ha de traducirse en el esfuerzo de imaginar todo un catálogo de nuevos derechos y garantías que den forma y establezcan una ciudadanía digital sobre la que fundar una ciberdemocracia que concilie la tecnología con la libertad.
Relacionado con ello es la segunda consecuencia de la que hablaba hace un momento, ya que tiene que ver con el crecimiento de la desigualdad que está promoviendo la consumación digital del mundo.
No solo a raíz del empobrecimiento generalizado que provocará la recesión económica si no es mutualizada entre todos y reconducida mediante políticas públicas e intervenciones que mitiguen sus efectos más dañinos socialmente, sino porque puede verse multiplicada con los efectos agregados que producirán nuestros datos y que monopolizan plataformas que monetizan sin contrapartidas solidarias.
El crecimiento de la desigualdad que está promoviendo la consumación digital del mundo puede verse multiplicada con los efectos agregados que producirán nuestros datos
Para evitar esta desigualdad hay que abordar una regulación sobre algoritmos e inteligencia artificial que ponga estas herramientas al servicio de los seres humanos al fijar directrices éticas fiables.
Para conseguirlo hay que reivindicar valores humanísticos, así como políticas públicas centradas en lo humano.
La pandemia de la covid-19 no puede empobrecer a muchos, ni propiciar a lomos de sus necesidades el beneficio desmesurado de unos pocos. No es admisible éticamente porque nace de una hiperactividad digital que generamos como consecuencia del dolor que provoca el coronavirus y la ansiedad que fomenta nuestro confinamiento.
Finalmente es imprescindible concienciarnos de que se ha activado un virus neorreaccionario que circula por las redes y que mina la confianza en los gobiernos democráticos.
La pandemia de la covid-19 no puede empobrecer a muchos, ni propiciar a lomos de sus necesidades el beneficio desmesurado de unos pocos
Hablamos de un vector autoritario que trolea una dinámica de desinformación que debilita aún más nuestra libertad.
La incapacidad de tantos por discernir la verosimilitud de las fake news nos sitúa ante la propagación de un hombre masa digital que es el sujeto ideal, como advertía Hannah Arendt, de un totalitarismo tecnológico, pues, ese sujeto no era en la Alemania de Hitler o la Rusia de Stalin un nazi o un comunista convencidos, sino un "individuo para quien la distinción entre hechos y ficción, y entre lo verdadero y lo falso" había dejado de existir.
Una realidad inquietante susceptible de consumación tal y como nos advierte Michiko Kakutani en La muerte de la verdad.
No me cabe la menor duda de que la democracia liberal vencerá la pandemia del coronavirus covid-19, pero tendrá que convencer que lo hizo lo mejor que pudo y por el bien de todos.
En esta batalla incruenta alrededor de la comunicación, nos jugamos mucho. El cibermundo no puede alojar la mentira como estructura de propaganda cotidiana. Especialmente porque a partir de ella, el ciberpopulismo tiene espacio para crecer y propagar el proyecto de deshumanización nihilista que defiende y que apoya en la tecnología y el consumo masivo de comunicación digital que favorecen las redes sociales.
Precisamente ese riesgo de deshumanización que puede propiciar la consumación digital que vivimos, es uno de los retos principales que la democracia liberal tiene por delante.
La democracia liberal vencerá la pandemia, pero tendrá que convencer que lo hizo lo mejor que pudo y por el bien de todos
No hay que olvidar que el nihilismo relativiza la verdad, condena la empatía, desprecia la tolerancia, huye de la libertad responsable y cuestiona los derechos de quienes no piensan como ellos.
Si no podemos distinguir entre la mentira y la verdad, se desmorona el fundamento epistemológico y moral que está detrás de la democracia, pues, como explicaba Jefferson, ésta solo puede basarse en el supuesto de que un ser humano "puede ser gobernado por la razón y la verdad". Algo que requiere que los gobiernos garanticen que las puertas queden abiertas siempre a ellas, pues, "abrir las puertas de la verdad y fortalecer el hábito de someterlo todo a la prueba de la razón son las mejores esposas que podemos colocar en las manos de nuestros sucesores para evitar que ellos esposen a la gente con su propio consentimiento".
De lo contrario, el miedo y la ira sumarán esfuerzos y se organizarán para hacernos pagar como sociedad la propagación de un autoritarismo político que buscará culpables a partir de la mentira.
Una posibilidad que está ahí: acumulando negatividad y rencor todos los días a través de las redes sociales y un ciberpopulismo que expande su toxicidad conspirativa con el objetivo de debilitar la institucionalidad de la democracia para socavarla y propiciar el advenimiento de la dictadura.

En este sentido, el balance que el siglo XXI nos ofrece hasta el momento no ayuda para evitar este desenlace. De hecho, vivimos un siglo profundamente antiliberal. Uno tras otro han ido impactando sobre la credibilidad de la democracia golpes que, en forma de crisis sucesivas, la han hecho cada vez más vulnerable.
Así, el 11-S nos arrebató la seguridad y puso en marcha los populismos.
La crisis de 2008 nos privó de la prosperidad y nos echó en brazos de los populistas.
Y ahora la pandemia nos desprovee de la salud y nos arroja a los pies de un Ciberleviatán que está en proceso de consumar un proyecto autoritario de vigilancia, control y desigualdad basado en la deshumanización digital.
Pensar críticamente el futuro comienza a ser tan urgente como combatir la pandemia.
Algo que debe abordarse mediante un humanismo tecnológico que nos ayude a evitar que se imponga un uso de la tecnología que nos arroje a los pies de un futuro distópico que confirme aquella advertencia que Paul Virilio deslizaba en los años 90 del siglo pasado cuando describía el cibermundo como el gobierno de lo peor.
Para evitarlo debemos resolver las tensiones que acabo de describir mediante una narrativa que reclame políticas públicas centradas en lo humano.
Políticas que devuelvan la fe en la potencialidad esperanzadora e ilusionante de la democracia. Algo que solo puede inspirarse en un humanismo que permita, en la práctica, tanta responsabilidad en manos humanas como poder técnico sea disponible.
Urge enfocar y canalizar la consumación digital que vivimos dentro de un diseño centrado en una ética pensada desde la humanidad y para la humanidad
Hablamos, por tanto, de un relato de justicia.
Un relato que dé coherencia e integre armoniosamente, como veía Hans Jonas, una relación entre el ser humano y la técnica que establezca una alianza estratégica entre la dignidad humana y la tecnología.
En este sentido, urge enfocar y canalizar la consumación digital que vivimos dentro de un diseño centrado en una ética pensada desde la humanidad y para la humanidad.
Una ética de la fragilidad y la vulnerabilidad del ser humano, que atienda prioritariamente su defensa y protección frente a la adversidad que podría significar una técnica desenfocada que se mostrara como una voluntad de poder irresistible.
Aquí Ortega puede sernos de ayuda.
Sobre todo porque piensa que la técnica solo adquiere sentido si está al servicio de la imaginación humana, pues solo en un ser donde la inteligencia es creadora de proyectos vitales puede impulsarse la capacidad técnica.
De hecho, para Ortega la técnica nació de la fantasía al tratar de dar respuesta con ella a la necesidad humana de bienestar.
De ahí, la insistencia orteguiana de que concurriese en el ser humano una inteligencia técnica que hiciese que se viviera a sí mismo "con" la técnica, pero no "desde" ella ni a partir de ella.
El punto de partida a la hora de definir el humanismo tecnológico es la defensa de un horizonte ético fundado en la dignidad humana
Esta instrumentalidad de la tecnología es fundamental para un planteamiento humanístico de la consumación digital a la que nos vemos abocados como una especie de Destino.
Hablamos, por tanto, de ver en la técnica un horizonte de posibilidad para el ser humano. Entre otras cosas porque le confiere una "sobrenaturaleza" de bienestar que le ayude a determinar el contenido de la vida al ofrecerle una significación y un sentido dentro del contexto agónico que vivimos como consecuencia, entre otras cosas, de la pandemia.
Por eso, el punto de partida a la hora de definir el humanismo tecnológico es la defensa, tanto para el diseño como para la praxis tecnológica, de un horizonte ético fundado en la dignidad humana, en su centralidad axiológica y en la posesión de unos derechos fundamentales que preserven aquella.
El Grupo Independiente de Expertos de Alto Nivel sobre Inteligencia Artificial de la Unión Europea señaló en sus directrices éticas para una IA fiable lo siguiente:
"Creemos en un enfoque ético de la IA basado en los derechos fundamentales. Su respeto dentro del marco de una democracia es una base prometedora para identificar los principios y valores éticos abstractos que se pueden poner en práctica".
Es a partir de ese marco "prometedor" donde el humanismo tecnológico debe desarrollar su labor alrededor de una triada de acciones que permitan impulsar un relato colectivo que suponga:
- Primero, una estructura de derechos digitales.
- Segundo, un uso ético de los datos y del diseño de los algoritmos que los gestionen.
- Y tercero, una arquitectura de innovación digital que, de acuerdo con el "Vienna Manifiesto on Digital Humanism", garantice una coevolución de la tecnología y la humanidad a partir de parámetros morales que eviten el automatismo de la evolución y la elección técnicas.
Garantizar legal y políticamente el control humano de esa evolución y elección, y subordinarlo a principios éticos que hagan reconocible la dignidad de la persona como centro de su diseño, es el propósito que anima al humanismo tecnológico a la hora de contribuir a la narrativa que defina el cibermundo, parafraseando a Virilio, como el gobierno de lo mejor para el ser humano.
El siglo XXI necesita un pacto entre la técnica y el hombre basado en la creación y los límites
El humanismo tecnológico debe dar una respuesta a la pregunta por la técnica que planteaba Heidegger cuando decía que la técnica era el modo y la manera como la figura humana había logrado movilizar y transformar el mundo.
Frente a ese dominio planetario descrito por Heidegger no cabe una respuesta basada, como proponía Jünger en El trabajador, en una voluntad de poder que maximice la sujeción del planeta a la capacidad transformadora de un ser humano descrito en términos utilitarios.
No, necesitamos una actitud humana distinta.
Una actitud que nazca de un impulso creativo y no del poder por el poder, pues este, asociado a la técnica, proyecta un ansia por trascender los límites que lleva a la "hybris" frente a la que nos alertaban los clásicos griegos.
El siglo XXI necesita un pacto entre la técnica y el hombre basado en la creación y los límites.
Un pacto que busque la armonía y no la utilidad.
Un pacto que se funde en una nueva metafísica que dé sentido a esa voluntad de acción que es inevitable, pues, como estamos viendo en contacto con la experiencia digital de la pandemia, nuestro estar en el mundo gracias a la técnica provoca, también, una revolución ontológica de nuestra identidad que debemos gobernar desde un nuevo humanismo.
Si la humanidad no piensa el sentido que quiere dar a la técnica, ésta nos hará víctimas de su irresistible voluntad de poder
Un humanismo que no nos haga olvidar nuestra necesidad de cuidados, de empatía, de generosidad y solidaridad hacia los otros; que siga reclamando nuestra privacidad y la libertad para elegir acerca de los avances tecnológicos buscando el respeto de nuestro bienestar y nuestra autonomía moral.
Un humanismo que responda a la urgencia de pensar el mundo que estamos enfilando desde la consumación digital, pues, si no tenemos capacidad para pensarlo, la técnica nos pensará a nosotros.
Sobre todo porque, como vio con lucidez Jacques Ellul, si la humanidad no piensa el sentido que quiere dar a la técnica, ésta nos hará víctimas de su irresistible voluntad de poder y de inevitable vocación de ir más allá de los límites.
En resumidas cuentas, necesitamos un humanismo tecnológico que nos dé la serenidad que nos ayude a cultivar la paciencia y la espera, que nos permita definir e identificar cuáles han de ser los límites que hagan de la técnica un producto humano que impida que sea inhumana.
Termino citando nuevamente a Heidegger cuando, en uno de sus escritos, recupera, gracias a Aristóteles, una anécdota sobre Heráclito que traigo ahora a colación:
"Se cuenta un dicho que supuestamente le dijo Heráclito a unos forasteros que querían ir a verlo. Cuando ya estaban llegando a su casa, lo encontraron calentándose junto a un horno. Se detuvieron sorprendidos, sobre todo porque él, al verles dudar, les animó a entrar invitándoles con las siguientes palabras: También aquí están presentes los dioses".

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